Congelada en piedra desde hace 500 años; impasible, inquietante, testigo inmortal de decenas de generaciones de caravaqueños y hechos tanto luctuosos como festivos. En silencio, siempre en silencio…
Los caballeros de Santiago la colocaron en su perpetuo puesto de guarda en la esquina de la parroquial de El Salvador, la joya renacentista de la villa, el templo de la resplandeciente dignidad aristocrática. Una bestia, dicen los viejos, hecha de pura maldad, inexplicable en un templo cristiano. Mitad ave rapaz, mitad mujer, muchos nombres se le ha dado desde la oscuriad de la superstición: Sirena, Gárgola, Arpía, piezas difusas de un enigma inextricable como es la representación mitológica de una criatura infernal. Los antiguos griegos creían que la arpía traía consigo tormento, infortunio y calamidades, que arrastraban las almas de los mortales al Inframundo. Nada permite escudriñar las mentes de los Santiaguistas acerca de las razones que permitieron semejante efigie en la más importante de sus sedes vicariales, salvo una lección amedrentante: Mantente atento, viajero, y cuídate de la mirada de la Arpía, pues no es sino un funesto recordatorio de los peligros del vivir; el Diablo acecha, los pecados pudren el espíritu, y la única salvación se encuentra en el seno de la iglesia… la de El Salvador. ¿Cuántos caravaqueños habrán pasado durante cinco siglos bajo la verduga mirada de la Arpía, sintiendo cómo su alma se hiela, sólo para bajar la mirada al suelo con humildad y recordar éste terrible aviso?
Ecos de otros tiempos y otros lugares resuenan alrededor de la Arpía de Caravaca. Acaso una figura familiar para los maestros constructores que llegaron a la Caravaca del Renacimiento para obrar prodigios arquitectónicos. Maestros naturales del País Vasco y Cantabria, criados con leyendas y mitologías muy propias del norte peninsular. Alarifes que levantaron la parroquial de El Salvador y que dieron hogar a una de sus figuras legendarias: la Andra-Mari, madre creadora, genio nacido en el Caos… o quizás tan sólo su forma de retratar a la Madre de Todos.
O quizás la Arpía está emparentada con la antigua nobleza caravaqueña; las familias Melgarejo, Otálora, Mora, proclamando siempre su preponderancia, luchando por demostrar sus raíces en la poderosa nobleza norteña… acaso alguna de éstas familias ordenó esculpir a la Arpía como símbolo de su poder familiar, señalando mayores derechos sobre ésta tierra que las estirpes rivales.
La Arpía calla. Guarda un silencio helado desde su puesto en la llamada Esquina de la Muerte. Acaso es la Dama de Negro la que aguarda en aquel lugar, o acaso el nombre le vino dado por el temor a las llamas del Infierno que despertaba la Arpía. Tal vez aquel lugar era el elegido para resolver los duelos a ultranza, de los cuales solo uno salía vivo. Quizás es la esquina desde la que partía el cortejo fúnebre hacia el antiguo cementerio de Caravaca. Nadie sensato creería que una figura misteriosa como la Arpía y un sombrío nombre como Esquina de la Muerte están enlazados por mera casualidad.
La Arpía continúa allá arriba. Congelada en piedra, silenciosa, acechante. Ya apenas llama la atención, ya apenas se le reverencia el temor de antaño; el tiempo ha mellado sus facciones y amenaza con hacerla desaparecer, anciana más allá de lo computable, sabia más allá de lo saludable. Cuídate, viajero, de la mirada de la Arpía cuando pases por la Esquina de la Muerte. Puede que ya no tenga ojos para verte, pero sin duda puede leer lo que hay en tu alma…