El caballo en Caravaca de la Cruz no es solamente un animal, ni una bestia de carga, ni un medio de transporte. El caballo en la ciudad de la Cruz es un compañero de pleitesía, un igual, un hermano de celebración. Sin la presencia de nuestros amados caballos, no existirían aspectos tan singulares de nuestras fiestas como los Caballos del Vino, candidatos a Patrimonio Inmaterial de la Unesco, raíz de nuestra cultura y tradiciones más instaladas en nuestro subconsciente. Con el caballo honramos a nuestra patrona, la Vera Cruz de Caravaca; el caballo está presente en cada gran acontecimiento, ya sea engalanado con extraordinarios mantos o portando a los Reyes Cristianos y Sultanes Moros. El caballo es institución caravaqueña.
Y sin embargo, no siempre fue así. Hace quinientos años, las antiquísimas tradiciones de fiestas protagonizadas por reses, toros, vacas… llenaban los coetáneos programas de fiestas populares de la península ibérica, tradición a la que Caravaca no era ajena. Si bien es cierto que en los últimos dos siglos el toro cedió su puesto de honor festivo al caballo en nustra ciudad, y que hoy en día la fiesta con toros está prácticamente extinta, existe prueba documental de que Caravaca festejaba los días de guardar con lo que llamaban “juegos de toros”, a semejanza de como se practican hoy en día, al cabo encierros de toros que corrían en una cierta libertad vigilada por aquellas estrechas y tortuosas calles caravaqueñas bajo los gritos y la algarabía de los asistentes.
Documentada está la organización del primer festejo taurino del que se tiene noticia, en 1538; no así el primer festejo taurino caravaqueño en lo absoluto, que ya se celebraban tiempo ha. El concejo dictaba las normativas civiles a seguir, los precios a abonar por las cabezas que han de usarse en la fiesta y los ganaderos que proveen los animales, entre otras tantas. Disposiciones destinadas sino al mantenimiento del orden y a la estructuración de los festejos, pues muy sencillo había de resultar que todo se fuese de madre y hubiera más tarde que lamentar los estragos consecuentes.
No obstante, la inapelable reglamentación taurina no fue óbice para que en cierta ocasión un festejo taurino se saltase todas las barreras organizativas e incluso éticas, en una explosión de espontaneidad entre aquellas embrutecidas gentes del siglo XVI de la que salió un peculiar y malhadado encierro de reses en las callejuelas de Caravaca.
Sucedió en torno a 1587. El licenciado Arias Pérez, a la sazón gobernador de Caravaca, quizás llevado por un arrebato emocional o con ánimo de ganar popularidad entre las humildes gentes de la villa, presuntamente autorizó un encierro de reses espontáneo sin haber marcado las reglas debidas. Un grupo de hombres se dirigió al término de Moratalla, hasta las tierras de un tal Pedro de Henarejos, ganadero y propietario de 20 cabezas de ganados, las cuales fueron arrebatadas prácticamente a la fuerza por la mencionada banda, y llevadas a golpe de garrocha (bastones acabados en punta metálica, normalmente usados para guía del ganado) hasta Caravaca. Allí, las bestias fueron encerradas en un corral durante dos días, tras los cuales fueron liberadas, para su desgracia, con destino a protagonizar unas salvajes persecuciones por las arterias caravaqueñas, a lo largo de las cuales fueron apaleadas, apedreadas, y finalmente expulsadas de la villa. Semejante despliegue de violencia había ignorado totalmente las rutinarias disposiciones municipales para la celebración de las fiestas de toros; léase como ejemplo que se defenestraron las prohibiciones de utilizar las citadas garrochas y de dañar deliberadamente a las reses, si bien sobre ésta última se solía incurrir en “accidentados incumplimientos”, puesto que los animales matados se despiezaban y vendían en las carnicerías de la villa.
El resultado del improvisado y desorganizado encierro fue la muerte de 3 vacas y una becerra, amén de haber resultado herida la práctica totalidad de la vacada. Obviamente, el propietario de las reses agredidas, Henarejos, clamó por un desagravio y demandó al licenciado Arias Pérez y a los hombres que le “expropiaron” el ganado ante el Honrado Consejo de la Mesta, la más alta autoridad en asuntos de índole ganadera y pastoril, entre otros. Tras un rosario de acusaciones, contraacusaciones, defensas, recursos, y demás, finalmente el licenciado Arias Pérez, responsable último de aquel suceso, fue condenado al pago de una indemnización ascendente a 15 ducados y las costas del proceso legal, si bien el ínclito gobernador, proclamando su inocencia, presentó apelación, tras la cual su sentencia fue sensiblemente atenuada.
No es objetivo del que escribe lanzar un debate animalista sobre la idoneidad de las fiestas con toros y vacas, ni cargar contra aquellas gentes del XVI que, en su contexto histórico, cultural e intelectual, al fin y al cabo, no podían aspirar a mucho más. Sirva ésto como narración de nuestra evolución como pueblo en cuanto a la participación animal en nuestras fiestas; que si bien debemos reconocer que nuestros ancestros eran ciertamente desmedidos en su práctica, no así sucede hoy con nuestros Caballos del Vino, cuyo elemento esencial, el caballo, es tratado con la máxima consideración y respeto. No podría entenderse de otra manera.
Fuente: “Un insólito caso de juego de toros en Caravaca en 1587”, de Francisco Fernández García, artículo de prensa en El Noroeste, septiembre de 2016.
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